El vínculo emocional con la música y el duelo que despierta la memoria
Hola, hermanas del Círculo.
Hay muertes que no llegan de golpe. Se instalan despacio. Primero como un rumor extraño, luego como un nudo en el estómago, y al final como una tristeza honda que no sabes muy bien cómo nombrar. Hace una semana que Robe se fue y, desde entonces, estoy de duelo. Un duelo raro, profundo, silencioso. De esos que te dejan cansada incluso cuando no has hecho nada.
Durante estos días he sido incapaz de seguir leyendo el libro que tenía entre manos. Todo mi tiempo libre pedía otra cosa: escuchar su música, ver entrevistas antiguas en YouTube, rescatar conciertos, volver una y otra vez a esas canciones que han estado conmigo desde hace décadas. Como si mi cuerpo supiera que necesitaba volver ahí para entender por qué duele tanto.
Esta es mi historia con Robe. Y este es mi duelo.
Conocí a Extremoduro gracias a un familiar, a principios de los años noventa. Yo tenía catorce o quince años y estaba atravesando esa adolescencia que se vive como si todo fuera definitivo. Los primeros novios —que no me duraban más de dos semanas porque me dejaban todos—, los amores no correspondidos, los desamores que parecían el fin del mundo, las amistades intensas y desordenadas, el alcohol, las drogas. Y, por supuesto, la música.
Yo venía del rock radikal vasco, de Los Suaves y, sobre todo, de Eskorbuto. Así que cuando llegaron las canciones de Robe, encajaron como si siempre hubieran estado ahí. Me atrapó esa mezcla de lenguaje soez, casi pueblerino, con una poesía cruda y bellísima. Letras que hablaban del amor y del desamor sin adornos ni vergüenza, sin edulcorar nada. Detrás de su lenguaje guarro, yo intuía algo muy claro: Robe también se enamoraba de forma salvaje.
Su música me acompañó en una etapa en la que yo estaba profundamente perdida. En la que no sabía quién era ni quién quería ser. En la que estaba muy sola, aunque estuviera rodeada de gente. Y cuando una canción te encuentra así, no se queda solo en el oído: se te mete en el cuerpo y se queda a vivir contigo.
Solo vi a Extremoduro una vez en concierto. Fue al aire libre y pude estar en las pruebas de sonido. Recuerdo que me acerqué a Robe para hacerle una pregunta y una petición. Me acuerdo perfectamente de lo que me dijo, de su voz al decirlo, del gesto que hizo con la mano y, sobre todo, de su mirada. No me miró directamente a los ojos, sino a un punto indeterminado detrás de mí.
En aquel momento pensé que estaría un poco ido. Hoy, después de leer a tantos periodistas que lo conocieron decir que era una persona tremendamente tímida, entiendo que seguramente era eso. Esa forma de estar sin estar del todo. Esa incomodidad que también se cuela en muchas de sus letras.
Con los años, la vida me llevó por otros caminos. Las amigas de entonces fueron desapareciendo, cada una tomando su rumbo. La música que escuchaba cambió, fui descubriendo otras voces, otros ritmos, otras maneras de habitar el mundo. De la persona que yo era entonces hoy queda muy poco.
Y precisamente por eso duele tanto que Robe ya no esté.
Porque esta tristeza no es solo por la muerte de un poeta músico que me gustaba. Es por el vínculo emocional que forjé con su música en una etapa crucial de mi vida. Una etapa que ya pasó, pero que sigue latiendo en algún lugar de mí. Con la muerte de Robe se va también un trocito de mi historia. De mi vida. De la adolescente que fui y de todo lo que sentía con una intensidad que hoy me resulta casi ajena.
Mi duelo es por él, pero también es por mí. Por ese yo del pasado que ya no existe. Por la niña que fui. Por lo sola que estaba entonces. Por todo lo que sobreviví sin saber muy bien cómo.
A veces el duelo funciona así: no llora solo a quien se ha ido, sino todo lo que su ausencia despierta y remueve. Las personas que fuimos, los lugares emocionales a los que no volvemos, las versiones de nosotras mismas que quedaron atrás. La música tiene esa capacidad brutal de abrir puertas que creíamos cerradas.
Hoy solo me queda el agradecimiento. Haber coincidido con Robe en el tiempo y en el espacio. Haber crecido con sus canciones. Haber tenido una banda sonora que no pedía permiso para hablar de lo feo, lo bello, lo roto y lo vivo.
Qué suerte más grande, en realidad.
Algún día, cuando pueda escuchar su música sin llorar, me pondré a bailar como una puta loca.

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