Las fiestas de febrero: El lado oscuro de San Valentín y Carnavales

¡Hola, hermanas del Círculo!

Febrero es un mes de contrastes. Mientras las calles se llenan de disfraces, bailes y excesos en carnavales, los escaparates nos inundan de corazones rojos y mensajes edulcorados de San Valentín. A simple vista, podría parecer que estas dos festividades no tienen nada en común. Sin embargo, si profundizamos en sus orígenes y en cómo han sido apropiadas por la religión y el capitalismo, veremos que comparten una raíz común: la resistencia de los pueblos a la imposición de la moral cristiana y el control de los cuerpos y las emociones.

El carnaval: la subversión de un orden impuesto

El carnaval tiene orígenes paganos y se relaciona con antiguos ritos de fertilidad y celebraciones del cambio de estación. En muchas culturas europeas, incluida la vasca, era una fiesta de inversión de roles y caos controlado. Se rompía con las jerarquías, las normas de género se difuminaban y la gente se permitía hacer todo aquello que el resto del año estaba prohibido.

Sin embargo, con la llegada del cristianismo, la Iglesia intentó domesticar estas celebraciones, convirtiéndolas en una "despedida" de los placeres antes de la Cuaresma. No podía permitir una fiesta que desafiara su orden moral y que cuestionara las jerarquías impuestas. A pesar de los intentos de represión, el carnaval ha sobrevivido, y en Euskal Herria encontramos manifestaciones tradicionales como los Zanpantzar, con sus cencerros y danzas, o los juicios y quemas de figuras que simbolizan el fin de lo viejo y la renovación.

San Valentín: del martirio cristiano al amor consumista

San Valentín, por otro lado, es una festividad cuya historia ha sido reinventada una y otra vez. Se dice que el santo fue un mártir cristiano que casaba parejas en secreto, desafiando la autoridad del Imperio Romano. Pero la realidad es que las festividades en torno al amor y la fertilidad ya existían antes del cristianismo. En la Antigua Roma se celebraban las Lupercales, una fiesta en honor a la loba que amamantó a Rómulo y Remo, con rituales de purificación y emparejamientos.

La Iglesia, en su afán de eliminar cualquier rastro de paganismo, cristianizó esta festividad y la convirtió en un día dedicado al amor conyugal. Y siglos después, el capitalismo hizo el resto: transformó un rito de fertilidad y conexión con la naturaleza en un día de consumo masivo, donde el amor se mide en regalos y cenas más o menos caras.

Entre la resistencia y la memoria

En Euskal Herria ambas festividades han tenido su propia evolución. El carnaval, a pesar de las prohibiciones durante el franquismo, ha seguido siendo un espacio de reivindicación y libertad. Desde el Hartza (oso) de Ituren y Zubieta, que despierta la naturaleza con sus saltos y cencerros, hasta el juicio y quema de Miel Otxin en Lantz, que representa el fin de la opresión, el carnaval sigue siendo un espacio donde lo reprimido encuentra su vía de expresión.

San Valentín, en cambio, nunca ha tenido una gran tradición aquí. Nuestro concepto del amor ha estado históricamente más vinculado a la comunidad y a la naturaleza que a la pareja monogámica y heterosexual impuesta por la Iglesia y el patriarcado. Sin embargo, en las últimas décadas, el consumismo se ha colado también en nuestra cultura, imponiendo una visión individualista del amor basada en el mercado.

Recuperar el sentido comunitario del amor y la celebración

Tanto el carnaval como las antiguas festividades del amor nos recuerdan algo fundamental: el vínculo entre los cuerpos, la naturaleza y la comunidad. Antes de que el cristianismo y el capitalismo nos impusieran su moral y sus reglas, el amor y la celebración eran colectivos, no individuales ni restringidos a la pareja. Eran momentos para honrar la vida, la fertilidad y la conexión con la tierra.

Quizá sea momento de recuperar esas formas de amar y celebrar que no dependan de lo que dicta la religión o el mercado. Celebrar el carnaval como un acto de resistencia, de liberación del cuerpo y de crítica al poder. Y reivindicar un amor (colectivo y propio) que no se mida en regalos ni en convencionalismos, sino en la autoestima, el apoyo mutuo y en la creación de comunidades fuertes y solidarias.

Porque, al final, lo que nos enferma no es el desorden ni la pasión, sino la imposición de un sistema que quiere controlarlo todo, incluso nuestras emociones y nuestras celebraciones.

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