Por qué la jornada de 40 horas no sirve (y reducirla a 37,5 tampoco)
¡Hola, hermanas del Círculo!
Se dice que la jornada de 40 horas semanales es una conquista social, un logro histórico de la clase trabajadora. Y lo fue. Pero hoy, en pleno siglo XXI, no solo se ha quedado obsoleta: es profundamente injusta y estructuralmente insostenible.
La reciente propuesta de reducir la jornada laboral a 37,5 horas ha sido recibida por muchos como un avance. Pero, ¿de verdad lo es? ¿Podemos seguir hablando de “tiempo libre” cuando cada vez tenemos menos energía, menos vida y más ansiedad? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir si seguimos defendiendo un modelo que nos exprime hasta el agotamiento? Hoy quiero contarte por qué trabajar 40 horas no tiene ningún sentido, por qué reducirlo a 37,5 no cambia nada, y qué otras formas de vida serían posibles si nos tomáramos en serio la abolición del trabajo.
La jornada de 40 horas se estableció legalmente en España en 1983, mediante el Estatuto de los Trabajadores. Sin embargo, la lucha por limitar la jornada laboral venía de mucho antes. Ya en 1919, la huelga de La Canadiense en Barcelona (una de las huelgas más importantes de la historia del movimiento obrero) consiguió imponer la jornada de 8 horas diarias, convirtiendo a España en uno de los primeros países en reconocer este derecho. Esta conquista fue el fruto de intensas luchas sindicales y movilizaciones obreras que pusieron en riesgo la vida de miles de personas que, sencillamente, pedían dejar de trabajar de sol a sol.
Pero hay algo que se suele omitir cuando se habla de este “avance histórico”: la jornada laboral de 8 horas fue pensada para hombres. ¿Por qué? Porque en ese momento, el modelo de sociedad se organizaba en torno a la idea de que el trabajador era un varón adulto, cabeza de familia, que podía salir de casa a ganarse el pan... gracias a que tenía a una mujer dentro del hogar que se encargaba de todo lo demás.
¿Te suena la imagen del “hombre que mantiene a su familia”? Pues la realidad es que ese hombre no habría podido trabajar 40 horas (ni ascender, ni especializarse, ni promocionar) si no hubiera tenido a su lado a una mujer —en la mayoría de los casos, su esposa— que se ocupaba gratis del trabajo reproductivo: limpiar, cocinar, cuidar a hijas e hijos, atender a personas mayores, planificar, acompañar, sostener emocionalmente.
Esas mujeres —llamadas despectivamente “amas de casa”, “mantenidas” o incluso “sin oficio”— no solo no estaban siendo mantenidas, sino que ellas eran quienes sostenían el hogar. Si el marido trabajaba fuera, era precisamente porque ella trabajaba dentro. Ella hacía el trabajo que no paga nadie, el que nunca se contabiliza, el que no cotiza, el que no tiene vacaciones. Un trabajo invisible, pero absolutamente esencial para que la maquinaria capitalista siguiera funcionando.
El problema es que ese modelo nunca ha sido universal. Muchas mujeres —especialmente las más precarias, pobres, migrantes o racializadas— han trabajado siempre dentro y fuera del hogar, cargando con dobles y triples jornadas sin reconocimiento alguno. Hoy, aunque las mujeres han accedido al empleo remunerado, la división sexual del trabajo sigue vigente: seguimos siendo las que más limpiamos, las que más cuidamos, las que más reducimos nuestra jornada o renunciamos a la promoción para sostener a otras personas.
Entonces, ¿qué sentido tiene seguir defendiendo una jornada que fue diseñada sobre los hombros de mujeres invisibles?
Se suele decir que el ideal de la jornada laboral es aquel que reparte el día en tres bloques: 8 horas para trabajar, 8 para dormir y 8 de “tiempo libre”. Pero como señaló la editorial Capitán Swing en su cuenta de Bluesky el pasado 1 de mayo: ¿qué hay, exactamente, en esas 8 horas de supuesta libertad?
Vamos a ver:
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Tienes que prepararte para ir a trabajar y luego volver, es decir, la preparación para ir a trabajar y los desplazamientos.
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Desayunar, comer, cenar.
Hacer la compra y preparar comidas.
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Asearte y asear a quienes dependen de ti
Ir a citas médicas, acompañar a éstas a otras personas dependientes.
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Gestionar mil tareas domésticas: limpieza del hogar, coladas, planchas, reparaciones, mantenimiento del hogar, reuniones de comunidad, gestiones bancarias.
Recordar cumpleaños, planear las vacaciones familiares, hacer maletas, organizar eventos sociales.
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Hacer ejercicio (que “es salud”), leer (que “es cultura”), hacer vida social (que “es salud mental”).
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Estar presente en las redes, reciclar, participar en tu comunidad, hacer activismo, y por supuesto, descansar.
No da.
El tiempo libre no existe si para llegar a él tienes que agotarte antes. Por eso, reducir media hora al día —como plantea la reducción a 37,5 horas— no soluciona nada. Es como si alguien te está ahogando y, en lugar de soltarte, decide aflojar un poco las manos. Sigues sin poder respirar.
Puede parecer una locura, pero cada vez más personas están hablando del abolicionismo del trabajo. No como utopía lejana, sino como una necesidad urgente. El trabajo asalariado, tal y como lo conocemos hoy, no es sinónimo de dignidad ni de realización personal. Es una forma de organización social que nos mantiene ocupadas, cansadas y desconectadas entre nosotras. Es un sistema que coloniza el tiempo, excluye a quien no produce y depende del agotamiento de los cuerpos y del planeta.
¿La alternativa? Imaginarnos una vida en la que el trabajo no sea el eje central. Una vida donde las necesidades básicas estén cubiertas no por nuestra capacidad de producir riqueza para otros, sino por el simple hecho de existir. Hablamos de renta básica incondicional, de cooperativas, de comunidades que comparten recursos, de economías del cuidado y de redistribución radical de la riqueza.
Y no, no se trata de “vaguear”. Se trata de dejar de pensar que solo merecemos vivir si trabajamos. Se trata de poner la vida —y no el trabajo— en el centro.
Si pudiéramos reducir drásticamente la jornada laboral (o abolirla), tendríamos más tiempo para cuidar, para crear, para estar con quienes amamos. Podríamos organizarnos en redes comunitarias, repartir los trabajos necesarios (que no desaparecerían del todo, claro), y vivir sin estar todo el día corriendo.
Podríamos dedicar más tiempo a la salud mental, al autocuidado, a la educación continua, al arte, a la conexión con la naturaleza, a la política, a la transformación social.
Y podríamos, por fin, reconocer y revalorizar los trabajos que han sostenido nuestras vidas desde siempre: los cuidados, lo doméstico, lo comunitario. Porque mientras sigamos midiendo la riqueza en PIB y no en bienestar, seguiremos atrapadas en un modelo que nos roba la vida.
Pero, ¿cómo funcionamos sin trabajar? Esta es, probablemente, la gran pregunta que surge cada vez que se plantea el abolicionismo del trabajo. Si no trabajamos, ¿de dónde sale el dinero para comer, para pagar la luz, el alquiler, los servicios públicos? Es lógico preguntárselo porque hemos sido educadas desde la infancia en una cultura profundamente productivista que asocia el valor de las personas a su capacidad de trabajar. Pero esa es una construcción histórica y cultural, no una ley natural. Lo que el abolicionismo del trabajo propone no es que dejemos de producir colectivamente lo que necesitamos para vivir, sino que lo hagamos bajo otras formas de organización, fuera del mercado laboral capitalista.
Una primera idea clave: trabajo no es sinónimo de empleo. Lo que está en cuestión no es la actividad productiva o el esfuerzo compartido para sostener la vida, sino la organización actual del trabajo como empleo asalariado. Esa forma de relación —trabajar para sobrevivir, trabajar para pagar lo que necesitamos para vivir— es injusta, porque parte de que, si no produces para el mercado, entonces no mereces acceso a lo básico. Y esa lógica nos condena a vidas precarias, aceleradas y completamente dependientes del empleo.
Lo que propone el abolicionismo del trabajo es una reorganización radical de la economía y de la distribución de la riqueza, con pilares como estos:
1. Renta básica universal incondicional
Una de las propuestas más conocidas (aunque no exclusiva del abolicionismo del trabajo) es la renta básica universal: un ingreso garantizado para todas las personas, independientemente de si trabajan o no, simplemente por el hecho de existir. Esta renta cubriría al menos las necesidades básicas —alimentación, vivienda, energía, transporte, cuidados— y permitiría que cada quien decidiera libremente a qué quiere dedicar su tiempo: colaborar en proyectos comunitarios, crear arte, cuidar, cultivar, investigar, descansar, vivir.
La financiación de esta renta básica no es magia: se puede lograr mediante una fiscalidad mucho más progresiva (los grandes capitales deben aportar mucho más), la supresión de subsidios a industrias contaminantes, la redistribución de beneficios empresariales, o incluso la reducción del gasto militar. Hay muchísimos estudios económicos que demuestran su viabilidad.
2. Reducción drástica del tiempo de trabajo y reparto social del empleo
Otra propuesta, que puede funcionar como puente hacia ese horizonte abolicionista, es reducir radicalmente la jornada laboral —no a 37,5 horas, sino a 30, 20 o menos— y repartir el trabajo existente. Esto permitiría que más personas accedan a empleos con condiciones dignas y tiempo suficiente para dedicarse a otras cosas que también sostienen la vida. Además, al tener más tiempo libre, podríamos avanzar hacia una desmercantilización de nuestras necesidades, es decir, depender menos del mercado para resolver lo cotidiano.
3. Revalorización y colectivización de los trabajos de cuidados
Desde una mirada feminista, no se puede hablar de abolir el trabajo sin hablar de poner la vida en el centro. Eso implica reconocer que los cuidados, las tareas domésticas, la escucha, el acompañamiento, son trabajos fundamentales que sostienen el mundo, aunque no estén remunerados. En un sistema post-laboral, estos trabajos no se eliminarían, pero se reorganizarían colectivamente, socializando su responsabilidad (guarderías comunitarias, comedores vecinales, redes de apoyo mutuo...) y rompiendo la lógica de que una sola persona, en su casa y gratis, debe encargarse de todo.
4. Servicios públicos gratuitos y garantizados
Si queremos que la vida sin empleo sea viable, los servicios públicos tienen que estar garantizados y no depender de nuestro estatus laboral. Educación, sanidad, energía, transporte, cultura, alimentación básica... todo esto debería estar al margen del mercado. Hoy en día ya pagamos por esos servicios con nuestros impuestos, pero muchas veces también los pagamos con nuestra salud mental y nuestra libertad. Un sistema que priorice la vida y no la rentabilidad podría asegurar el acceso universal a estos derechos sin necesidad de pasar por la explotación laboral.
En resumen: no se trata de dejar de producir, sino de dejar de producir bajo chantaje. El abolicionismo del trabajo no es la utopía de “no hacer nada”, sino el horizonte de una sociedad donde podamos elegir qué hacer, cómo hacerlo, con quién, y en qué condiciones. Una sociedad donde el valor de una persona no dependa de su productividad, sino de su existencia. Una sociedad donde cuidar, crear, acompañar, cultivar o simplemente existir no sea un privilegio, sino un derecho.
Y no, no es una locura. Ya hay comunidades, movimientos y propuestas que lo están ensayando. Se trata, como decía Silvia Federici, de imaginar el mundo que necesitamos y luchar por él.
¿Tú también sientes que no llegas a todo? ¿Te gustaría vivir en una sociedad donde tu valor no se mida en productividad? Pues comparte este post con alguien que también esté agotada de sostener lo insostenible.
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