El viaje imperfecto: Cómo escapar del turismo de postal
¡Hola, hermanas del Círculo!
Poco a poco se va acercando agosto, el mes por excelencia de las vacaciones y, con él, la presión por hacer un viaje que parezca salido de un catálogo. Que si “hay que desconectar”, que si “aprovecha el tiempo”, que si “¿no te vas a ningún sitio?”. Y claro, en algún momento una empieza a pensar que si no viaja, si no hace algo especial, si no acumula anécdotas dignas de Instagram, es que algo está haciendo mal. Si no subes al feed la “mejor” puesta de sol, ¿viste el atardecer?
Yo he pasado por ahí. También he sentido esa urgencia de moverme, de organizar el viaje perfecto, de buscar vuelos, mapas, guías, y cuadrar visitas como si fueran piezas de Tetris. También he acabado en sitios demasiado llenos, demasiado caros, demasiado diseñados para que las turistas pasemos, paguemos y nos vayamos. Y también he hecho colas larguísimas para ver lo que hay que ver, aunque en el fondo me apeteciera más tomarme un café en silencio que entrar a otro lugar abarrotado.
Con el tiempo —y muchos errores turísticos después— estoy cambiando la forma en la que me gusta viajar. No porque haya descubierto la manera definitiva de hacerlo, sino porque me he cansado de ese “checklist” del viaje ideal, y he empezado a buscar otras cosas: calma, descubrimiento, placer sencillo.
No tengo una fórmula mágica. Lo que sí tengo son preguntas: ¿de verdad necesito irme muy lejos para sentir que descanso? ¿Quién me ha dicho que si no me voy, estoy perdiendo el tiempo? ¿Qué tipo de turismo estoy alimentando con mi forma de moverme por el mundo?
Hay algo que se da por hecho en verano: que todo el mundo va a irse de vacaciones, que todo el mundo puede costearse un viaje, que todo el mundo va a hacer “algo especial”. Y eso, simplemente, no es cierto.
Viajar es un privilegio. No todas las personas tienen tiempo, salud, dinero o energía para hacerlo. Y eso no debería hacernos sentir mal ni a quienes pueden ni a quienes no pueden: solo debería recordarnos que el descanso no siempre tiene por qué parecerse a una maleta con ruedas o una foto frente a una catedral.
A veces descansar es quedarte en casa sin reloj. A veces es hacer una ruta por un bosque que tienes a media hora. A veces es visitar a tu tía del pueblo. Y todo eso cuenta.
Hay una idea que me incomoda mucho: la de que tenemos que “aprovechar” cada viaje como si fuera una carrera. Hacer fotos, visitar todo lo que esté en la lista, comer lo típico, ver todos los museos. Cumplir el itinerario.
Pero ¿de verdad disfrutamos así? ¿O estamos tachando tareas en un Excel turístico?
Esto no es una crítica al turismo cultural ni al placer de conocer otras ciudades (yo también he estado en Venecia, en Florencia, en París, en Londres, en Las Vegas… y sí, he flipado con todo). Pero con el tiempo me he dado cuenta de que lo que más recuerdo de los viajes es la parte tranquila, la parte en la que había espacio para admirar, disfrutar, improvisar y pasear sin rumbo ni prisa.
Porque a veces el turismo se vuelve extractivo: llegamos, consumimos, ocupamos, agotamos. Dejamos dinero, sí, pero también dejamos basura, aglomeraciones, precios disparados para quienes viven allí, y una sensación de usar y tirar. Yo también he sido y soy parte de eso. No lo digo para culpabilizar a nadie, sino para recordarme que siempre hay otras formas.
Me gusta mucho la idea de las microaventuras: escapadas pequeñas, cerca de casa, que no requieren billetes de avión ni planificaciones eternas. Una noche durmiendo al aire libre. Una ruta nueva. Un tren a un pueblo cercano. Un día en la playa sin móvil. Cosas que no llenan un álbum de fotos pero sí recargan algo por dentro.
También me gusta viajar por mi cuenta, sin agencias ni itinerarios cerrados. Organizarlo todo desde casa, con tiempo y cariño. Buscar alojamientos pequeños, evitar los sitios más masificados cuando puedo, quedarme varios días en un mismo lugar. Y, sobre todo, permitirme hacer nada en vacaciones sin sentirme culpable. Porque descansar también es político. Todo es político, joder, nunca os fieis de alguien que dice "yo en política no me meto".
¿Y si este año no voy a ningún sitio “épico”? ¿Y si me quedo una semana en ese pueblito portugués sin hacer nada? ¿Y si no subo ni una sola foto? ¿Y si la mejor parte de las vacaciones es dormir sin alarma, o ver anochecer en silencio, o leer cinco libros seguidos?
El verano no tiene que ser épico para que valga la pena. No tiene que tener fuegos artificiales. No tiene que parecer una campaña publicitaria. No tiene que costar 2.000 euros ni dejarte agotada.
A veces basta con que no duela. Con que nos devuelva un poquito de calma. Con que nos sintamos un poco más vivas.
No hace falta tenerlo todo resuelto ni ser expertas en sostenibilidad. No hace falta hacer todo perfecto. Basta con parar un momento, mirar cómo viajamos y decidir si eso se parece a lo que de verdad queremos vivir. Eso no significa que algún día no vaya a Nueva York, pero seguro que volveré al pueblito portugués a no hacer nada.
Viajar es un regalo. Puede ser una forma de cuidar. Puede ser muchas cosas. Este verano, que lo sea con intención.
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