El enemigo no está abajo: Conciencia de clase en tiempos de trampa y división

¡Hola, hermanas del Círculo!

¿Todavía estamos a vueltas de conciencia de clase? Durante mucho tiempo, esta expresión estuvo vinculada al movimiento obrero, a los sindicatos, a las luchas colectivas que ponían sobre la mesa la desigualdad entre quienes producen riqueza y quienes la acaparan. Sin embargo, con los años parece que el término se ha diluido, como si la clase obrera hubiera desaparecido, como si ahora todas fuéramos simplemente “ciudadanas”, “consumidores”, “personas individuales” con problemas particulares y no con un enemigo común.

La paradoja es que, mientras la izquierda y la clase trabajadora han ido perdiendo esa visión colectiva, la derecha nunca dejó de tener conciencia de clase. Los ricos, las élites económicas y quienes se benefician del sistema capitalista siguen actuando y votando de acuerdo con sus intereses de clase. Da igual cuánta corrupción haya en sus partidos de referencia, da igual cuántos casos de evasión fiscal salgan a la luz: lo que importa es que se proteja su estatus, sus beneficios y su poder.

En este artículo quiero reflexionar sobre qué significa tener conciencia de clase en el siglo XXI, por qué la derecha la sigue practicando y cómo la clase obrera tiene pendiente no solo recuperarla, sino también ampliarla desde una mirada feminista e inclusiva.

¿Qué es la conciencia de clase?

La conciencia de clase no es otra cosa que la capacidad de entender que pertenecemos a un grupo social con intereses comunes y que nuestras condiciones de vida están determinadas por el lugar que ocupamos en la estructura económica y social. En otras palabras: no vivimos en un vacío, no somos “seres autónomos que eligen libremente”, sino que nacemos en un contexto donde la clase social importa (y mucho).

Karl Marx ya hablaba de la importancia de que el proletariado se reconociera como clase para poder organizarse contra la burguesía. Y, durante décadas, esa conciencia de clase obrera fue el motor de huelgas, manifestaciones, conquistas laborales y derechos sociales.

El problema es que, poco a poco, esa conciencia ha sido fragmentada. La globalización, la precarización laboral, la "cultura del emprendimiento" y el discurso neoliberal han hecho que muchas personas de clase trabajadora dejen de verse como tales. Ahora se habla más de “emprendedores”, “clase media” o “autónomos” que de obreros o trabajadoras. El lenguaje no es inocente: borra las desigualdades y diluye la posibilidad de reconocernos como colectivo.

La ilusión de la “clase media”

Así, uno de los factores que ha debilitado la conciencia de clase en la izquierda es la famosa “clase media”. Los discursos políticos nos hacen creer que todas pertenecemos a ella, que somos “clase media trabajadora” y que la lucha de clases es cosa del pasado.

Pero la realidad es que esa supuesta clase media no es más que una ilusión: la mayoría seguimos siendo clase trabajadora, aunque tengamos estudios universitarios, aunque trabajemos en oficinas en lugar de fábricas, aunque tengamos un smartphone o vayamos de vacaciones una semana al año (con suerte).

Pensarnos como clase media nos desactiva políticamente, porque dejamos de vernos como parte de un colectivo empobrecido y empezamos a identificarnos con quienes están por encima. Es una trampa que solo beneficia a los de siempre.

La derecha siempre tuvo conciencia de clase

Mientras la clase trabajadora era desmembrada, la derecha jamás perdió su conciencia de clase. Quienes tienen poder económico saben perfectamente quiénes son y qué intereses les conviene defender. Por eso, cuando votan, no lo hacen desde un ideal abstracto de justicia social, sino desde la defensa de sus privilegios.

Ejemplos hay de sobra pero, en definitiva, cierran filas en torno a candidatos corruptos si con ello garantizan que se mantiene su status quo.

Aquí hay una diferencia brutal con la clase trabajadora: mientras los ricos votan en bloque en función de sus intereses de clase, la clase obrera se dispersa, se enfrenta entre sí y muchas veces termina apoyando opciones políticas que van en contra de sus propios intereses.

El enemigo no es quien tiene menos que tú

Uno de los grandes triunfos de la derecha ha sido convencer a la clase trabajadora de que su enemigo no está arriba, sino abajo.

Se nos repite constantemente que “los inmigrantes nos quitan el trabajo”, que “los pobres abusan de las ayudas sociales”, que “las personas desempleadas no quieren trabajar”, que “la brecha salarial es un invento de las feministas”. Todo este discurso busca desviar la atención: en lugar de mirar a las élites económicas que concentran la riqueza, nos hacen mirar con desconfianza a quienes tienen aún menos que nosotras.

Este mecanismo no es nuevo: dividir a la clase trabajadora siempre ha sido una estrategia de quienes ostentan el poder. Pero en la actualidad se ha perfeccionado a través de los medios de comunicación, las redes sociales y los discursos políticos que apelan al miedo y a la inseguridad.

Y no solo eso: la derecha no solo ha conseguido desactivar a la clase trabajadora como sujeto colectivo, sino que incluso ha logrado que buena parte de ella les vote. Lo hacen instalando un relato perverso: que tu enemigo no es el empresario que se enriquece con tu precariedad, ni el fondo buitre que especula con tu vivienda, ni el político que legisla en contra de tus derechos, sino la persona que tiene menos que tú.

Ese discurso cala porque apela a un miedo muy real: la competencia por unos recursos supuestamente escasos. El trabajo estable, el alquiler asequible, las ayudas sociales, la sanidad pública… nos dicen que no llegan para todas. Pero esa falsa escasez es resultado de una mala (y muy interesada) distribución. Hay recursos de sobra, pero están concentrados en manos de quienes acumulan riqueza obscena y poder político.

Mientras tanto, el relato dominante hace que la culpa recaiga siempre en “los de abajo”: la persona migrante, la mujer que pide un permiso de cuidados, la familia que depende de una ayuda. Así, en lugar de construir solidaridad, la clase obrera se fragmenta y se desactiva como fuerza colectiva. Y, lo que es aún más grave, los verdaderos responsables siguen intocables: consiguen votos, apoyo social y legitimidad política de las mismas personas a quienes explotan.

¿Se puede recuperar la conciencia de clase?

La conciencia de clase no se recupera con un par de consignas ni con un eslogan pegadizo. El problema es muy profundo: quienes poseen y acumulan el capital —las grandes empresas, los bancos, los fondos de inversión, los medios de comunicación— sí tienen conciencia de clase, y la ejercen sin complejos. Defienden sus privilegios a cualquier precio, incluso cuando sus representantes políticos están manchados de corrupción. Lo saben, y no les importa: porque lo esencial para ellos es proteger sus intereses como clase rica.

Mientras tanto, la clase trabajadora continúa fragmentada, agotada y desmovilizada. Nos han convencido de que la culpa es nuestra, de que “si no prosperas es porque no te esfuerzas lo suficiente” y de que "el pobre es pobre porque quiere". Han sembrado desconfianza hacia quienes son aún más pobres, más migrantes, más precarias, desviando la mirada del verdadero enemigo. Y el feminismo, aunque avanza, todavía encuentra resistencias dentro de esa misma clase trabajadora, como si la igualdad de género fuese un lujo burgués y no una parte imprescindible de la lucha común.

Por eso, no será nada fácil recuperar la conciencia de clase. No porque no la necesitemos, sino porque hay un sistema entero diseñado para que no la tengamos. Porque recuperar esa conciencia significaría enfrentarnos a quienes llevan siglos organizados, con dinero, con poder político, con altavoces mediáticos y con una maquinaria cultural que moldea lo que pensamos incluso antes de que lo expresemos.

La conciencia de clase, en este contexto, no garantiza la victoria. Lo que sí ofrece es algo que al poder le resulta intolerable: claridad. Saber quién gana con nuestra explotación, quién dicta las reglas del juego, quién se beneficia de que permanezcamos desorganizadas y enfrentadas entre nosotras. Esa claridad no basta por sí sola, pero es el inicio de todo lo demás.

El reto está en volver a nombrar lo que nos pasa como lo que realmente es: lucha de clases. Aunque la palabra incomode, aunque nos digan que ya no sirve, aunque nos intenten convencer de que cada cual está sola frente al mercado. La conciencia de clase no es nostalgia: es supervivencia.

Y si algo está claro es que ellos —los dueños del capital, los que ya tienen todo— no van a soltar nada voluntariamente. Recuperar la conciencia de clase es un trabajo lento, lleno de obstáculos y seguramente doloroso. Pero sin ella, lo único que nos queda es seguir obedeciendo, agradeciendo las migajas y mirando hacia otro lado mientras nos lo quitan todo.

👉 Y para ti, ¿qué significa la conciencia de clase hoy? ¿Crees que la hemos perdido o que está en proceso de reinventarse? Te leo en los comentarios. 

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